Maxi Izurde: bar de barrio, cocina de restaurante

El menú degustación tiene un precio de 58 euros, a pagar en efectivo o por Bizum, y consta de tres aperitivos, tres entrantes, dos principales (carne y pescado), y un postre. Todo con ritmo, atención al detalle, un servicio simpatiquísimo y sabor en los platos.

El viaje comenzó con un cofre —sí, un cofre de verdad— del que salían los tres primeros bocados. El primero: una tosta de sardina ahumada con crema de queso especiado, gelatina de salmorejo, alcaparras y tierra de aceituna negra. Un bocado complejo, fresco, con contrastes y matices que dejaban claro que no habíamos venido a comer cualquier cosa. Le siguió una croqueta de queso Larra, con interior cremoso, dulce de membrillo y nueces, pintada en un dorado perfecto. Y para cerrar este trío inicial, una piruleta de micuit bañada en chocolate blanco, delicada y golosa.

Los entrantes fueron subiendo el nivel del menú de Maxi Izurde. Empezamos con una ensalada templada de perdiz escabechada, sencilla pero sabrosa, acompañada con dados de queso de cabra, perlas de tomate y una vinagreta de frutos rojos que aportaba la acidez justa. Después llegó una crema de hongos que fue, directamente, uno de los platos que más disfrutamos, con una combinación intensa pero que no falla: setas salteadas, yema de huevo, espuma de patata trufada y crujiente de jamón. Un festival de umami en cada cucharada. Y para rematar la parte salada de los entrantes, pulpo a la plancha en su punto justo, sobre parmentier de patata al pimentón, con un ahumado de serrín de olivo que te envolvía nada más destapar la campana.

En los principales, nos sirvieron primero pescado: merluza rellena de frutos del mar, con langostino, aire de marisco y una sedosa salsa de cava que ligaba todo con mucha elegancia. Tras un refrescante sorbete de mojito que limpiaba el paladar, llegó la carne: un solomillo de ternera tierno y jugoso, con una fina lámina de foie por encima y una potente reducción de setas. Una combinación de esas que no necesitan presentación y que en Maxi Izurde estaba ejecutada de maravilla.

Por si todo esto no fuese ya suficiente, el postre fue uno de los más divertidos que hemos probado últimamente. Un trampantojo de tomate que en realidad era una tarta de queso con tierra de Oreo, petazetas y un algodón de azúcar. Un final sorprendente, dulce, juguetón y bien resuelto, que nos dejó con la duda de cómo lo habían preparado para que tuviese esa forma tan bien definida que te engaña a la vista.

Y esto es lo que nos dejó claro que Maxi Izurde no es solo un bar de barrio: es uno de esos lugares donde se nota que hay pasión por la cocina, mimo en cada plato y un equipo que quiere hacer las cosas bien. Y lo consiguen. Por lo inesperado de su propuesta y por la calidad que ofrece, se convierte en un imprescindible para quienes buscan disfrutar sin prejuicios y dejarse sorprender.